Capítulo 2: Al fin y al Cabo, ¡Vagamundos!
Autor: Vagamundos Team
No es fácil para
un ciclista transitar por las carreteras nacionales de Colombia. Muy pocas
tienen berma, hay cuestas y “columpios” difíciles, la geografía nos lleva del
calor al frío en un mismo día, sentimos que las “mulas” nos halan hacia ellas con
el viento, los perros suicidas salen felices a recibirnos con sus ladridos y,
por si fuera poco, el viento en contra, el terreno destapado o las lluvias
repentinas hacen que la aventura inicie apenas salimos de casa.
El reto como
ciclistas en Colombia consiste también en enfrentar el miedo. Miedo a las
caídas, a los atracos, a los lugares peligrosos. En esta Antitravesía cruzamos Arauca,
Casanare y Norte de Santander, y aunque todavía hay muchas carreteras “vetadas”
para los ciclistas, cada vez circulan más grupos que se apoderan de lo que nos
pertenece. La región del Catatumbo, la zona más montañosa de Norte de Santander
es la zona donde habitan diferentes grupos armados, comunidades indígenas y
campesinas. Allí, al pie de esas hermosas montañas, nos encontramos.
El dueño del
restaurante, quien había escuchado la conversación sostenida con la pareja de
clientes esa noche, se acercó y nos dijo lo siguiente:
– Muchachos,
lo que dicen ellos es verdad, además, por el camino a veces hacen “peajes” y
bueno, ustedes en esas bicicletotas
llaman mucho la atención.
– Pero
entonces, ¿no hay forma de avanzar?
– Pues
la otra opción es que tomen la vía que va hacia Ocaña, por ahí transitan las
mulas. Esa es pavimentadita, entonces es más fácil. Eso sí, tienen que
atravesar toda la montaña.
Y mientras
cenábamos, decidimos quedarnos en ese hostal del cruce de Astilleros esa noche.
Punta Gallinas está muy lejos todavía. Amanece
el 28 de diciembre con una meta en
la cabeza: lograr los 220 kilómetros que nos separan de Aguachica, y superar
sus 9.000 metros de desnivel positivo.
Son las 5:00 de la
mañana y salimos de las habitaciones para tomar un rápido desayuno, tan rápido
que arrancamos como si estuviéramos en una carrera. Cuando Kike baja, encuentra
que las duplas Franklin-Jack, Andrés-Gustavo, y Angélica-Justo se han ido.
Alejandro, al ver el restaurante muy vacío, se desespera, coge un pan y arranca
con su bici a alcanzarlos. Kike, ve a Carlitos tranquilo, sentado con su
desayuno, está solo, y decide quedarse con él. Minutos más tarde arrancan, y
ven a lo lejos un enorme tractor; Carlitos exclama:
– ¡Peguémonosle a
ese! ¡Tomemos ese Rappi-tractor!
Kike, emocionado,
acelera. Lo alcanzan y se van tras él. La sensación de ir tras un vehículo que corte
el viento es genial; Kike vivió la frase que repiten los narradores de
ciclismo: “llevan al capo entre algodones”. Pero cuando inicia la subida se
vuelve más difícil el paso, acelera el tractor, Kike trata de mantener el ritmo
y mira a Carlitos, que tranquilo, le responde:
– Está como duro
el paso, ¿no?
Kike,
totalmente descompuesto, sólo atina a hacer una mueca en señal aprobatoria y sin
alientos para responder, le señala más bien que avance tranquilo que él ya no
puede aguantar el paso y se “baja” del Rappi. Mientras para y descansa, ve como
Carlitos se aleja lentamente, y ya completamente solo, decide hacer una parada.
La naturaleza nunca abandona a los ciclistas, así que un dulce aroma lo distrae
de sus pesares y sobre la canaleta, una veintena de mangos alivia sus sentidos.
Se sienta como un niño a comer mientras piensa en la subida que le falta, las
pocas fuerzas que le quedan y en la posibilidad de echar dedo para pedir el
aventón. Como consolándose se dice:
–
Ya me llevan mucho tiempo. Las piernas no van bien. ¿A dónde íbamos hoy? Carajo
¿qué hago aquí? Ya me fui una vez en carro, pues que sean dos. Echemos dedo, ¡qué
carajos! Los alcanzo y listo.
Pasa
una hora, mientras come mangos y ningún carro lo lleva. ¿Qué hace un ciclista
ahora? Toma su bicicleta y sin más, trepa su infortunio.
El
grupo, adelante, se dispersa mientras suben, cada uno a su ritmo, y se
convierten en escarabajos, sufriendo la subida. Algunos desayunan nuevamente,
cerca de Sardinata para tomar alientos luego del primer “patios” que ya han
subido, y atacar ahora el segundo ascenso de 54km. ¿Qué pasó con Kike? Pues en
la subida larga se encuentra con Justo, Gustavo y Angélica por fin. Deciden
parar en una tiendita de frutas. Kike, cansado pero con buen ánimo, escucha las
frases y los chistes filosóficos de Justo quien le dice:
–
Uno debe darle al cuerpo lo que le pide. Qué te pide tu cuerpo Kike.
–
Pues en este momento mi cuerpo pide un bus.
Reímos
alegremente. En la tiendita sólo había dulces y frutas, y Kike necesitaba algo
de sal.
–
Oye, Angélica, ¿tienes algo saladito de comer?
Angélica,
sacó de su jersey una pequeña bolsa que contenía una pechuga, papas y yuca.
Luego de unos
minutos y comer con avidez, Kike, animosamente le dice a Angélica:
– ¿Sabes? Tu
pechuga me salvó.
A mitad de la gran
subida pasamos por un corregimiento llamado La Curva donde algunos almorzamos.
Coronamos separados el alto El Pozo y avanzada la tarde, hacemos un descenso
muy rápido saltando mulas y más mulas. Viene otro ascenso corto, de 7km para
pasar por Abrego y luego a Ocaña. El primer grupo de Andrés, Franklin y Jack coronaron
Ocaña al atardecer. Cenan allí y emprenden el ultimo ascenso de 9km para llegar
a Aguachica a las 11pm. Para el grupo de “los de atrás”, cae la noche durante
el descenso hacia Ocaña, allí cenamos y emprendemos la subida para cruzar a Aguachica
y por fin llegar a la Ruta del Sol. Llegamos a las dos de la mañana. Franklin y
Andrés ya duermen, y es Jack quien se sacrifica hasta que nosotros llegamos. Kike,
sufre la última subida por una inflamación en la rodilla por el sobreesfuerzo, así
que decidimos eliminarlo para que
descanse y avance con las maletas en la mañana hacia San Juan del Cesar,
adelante de Valledupar.
Ya es viernes 29 de diciembre y esa mañana
nos despedimos de Kike en la Terminal de Aguachica, Cesar, y de castigo lo
mandamos con todas las maletas. Recorremos la Ruta del Sol con bochorno, calor
y sed. De un solo pedalazo pasamos por Besote, Becerril y Pelaya, almorzamos en
Pailitas y mientras esperamos que “baje el sol”, dormimos tirados en el
restaurante, como es habitual en todos los restaurantes a donde llegamos;
seguimos hacia Curumani, San Roque y en Rinconhondo, y para sentir el sabor de
la costa, la suegra de Franklin nos invita unas “costeñitas”. Kike nos espera
en San Juan de Cesar, ya son las 8 de la noche y todavía nos quedan 196
kilómetros para llegar. Dos horas después, paramos al borde de la carretera y
mientras Gustavo cuenta una triste
historia, los ánimos bajan, ya no queremos seguir y Andresito nos reta y se
enoja. Seguir implica llegar a las 8 de la mañana a San Juan del Cesar, muertos
del sueño. Decidimos sin embargo medir las fuerzas hasta el próximo pueblo.
La media noche nos
alcanza al pedaleo por caseríos dormidos, perros zombies y ni una tienda a la
vista. El próximo pueblo es Agustín Codazzi, y al aproximarse la una de la
mañana cae un aguacero torrencial; no queda más remedio que terminar la ruta
allí buscar algo de comida y un lugar para descansar. Encontramos un local de
comida con tres borrachos y una señora amable: pastel de arroz, empanadas de
carne y chicha de maíz, cena para dioses ebrios. Preguntamos por hospedaje y
solo queda lugar en unas residencias a 10 cuadras.
– Buenas, somos
nueve ciclistas, un poco mojados y queremos pasar la noche.
– Uy, ¿ocho
hombres y una mujer? Les doy tres habitaciones, pero con la condición de que a las
cinco de la mañana ya se tienen que ir. Vea que si la dueña se da cuenta que
ustedes llegaron me meto en problemas.
– Uyyy no sea
malo, hasta las seis. ¿Cuál es el problema?
– Es que ella no permite
que en un mismo cuarto se queden dos hombres o más, y menos si los ve con esas
trusas pegadas con las que vienen.
– Pues ni modo. A
dormir tres horitas pues.
A las 4:45 de la
mañana de ese 30 de diciembre el
empleado de las residencias golpea las puertas de los cuartos para que salgamos.
Somnolientos, nos alistamos tan rápido como podemos, con el mismo uniforme
húmedo todavía y salimos a buscar la plaza de mercado para desayunar.
Día con muchísimo
sol, pavimento y viento. Luego de atravesar San Diego y Robles, dejamos el
departamento del Cesar y nos inunda la alegría de ver un aviso que anuncia:
“Departamento de la Guajira”. Kike mientras tanto duerme la siesta y ya nos
extraña. Bueno realmente espera que nos demoremos para ponerse más hielo y
seguir descansando. Llegamos a San Juan del Cesar a medio día, Kike, ya
repuesto nos espera en la Residencias “Salamina”; ha gestionado lugares de
almuerzo y un espacio para lavar el uniforme sucio y oloroso del día anterior y
alistar maletas. Luego de un sueño de dos horas, mientras pasa el sol de la
tarde nos tememos lo peor. Mañana ya será 31
de diciembre y nos faltan más de 300km para llegar a Punta Gallinas. Es
hora de hacer lo que se ha vuelto un ritual, un momento de ruptura, hacer un non-stop. Compramos provisiones para la noche,
y en esa panadería, Andrés sale con uno de sus apuntes:
-
¡Muchachos!
Ya tengo la solución para no dormirnos.
-
¿Red
bull pa’ todos?
-
¡No
hombre!
-
¿Ir
en la parte de arriba de un camión de pollos?
-
Ahh,
nada de eso.
-
Esperen
y verán.
Y luego de unos minutos, llega con una cajita blanca
en las manos. Enciende el botón y mientras suena un estruendoso Reggaetón dice:
-
Es
un radio muchachos, ¡una de las nuevas 14 cosas útiles!
Arrancamos de
noche, luego de tomar mil jugos en la panadería, poner a cargar el radio y
llenarlo con las canciones de los celulares. Sin más preámbulos atravesamos los
pueblos de Distracción, Fonseca y Barrancas, y allí decidimos cenar.
-
Ya
es media noche. Es hora de continuar.
Y así empezamos el
último día del año: lejos de casa, por una carretera en la penumbra, pasamos
por Hatonuevo y Albania, muy cerca del oscuro complejo Carbonífero del
Cerrejón. Imposible no sentir la desazón por las contradicciones que se viven
en la Guajira, aunque a simple vista no se vean. Ya llevamos 2 horas y media
pedaleando en la noche, con nuestras luces y ahora la música.
Entramos a una zona
militarizada después de Albania, teníamos mucho sueño, pero nos dijeron que no
podíamos parar. En un retén, junto a los militares de turno que cuidan una de
las entradas a Cerrejón, cerramos los ojos por fin durante media hora. Algunas
mantas térmicas suenan, los grillos de la noche y luego de unos minutos unos
ronquidos prematuros. Tres de la mañana, suena la alarma y arrancamos por una
infinita recta, rumbo al norte. No distinguimos nada más, solo oscuridad
mezclada con líneas blancas de la carretera, cuando de repente, cae una pequeña
llovizna sobre nuestras cabezas. En ese momento recordamos las palabras del
poeta Wayuu Vito Apushana, que nos dan la bienvenida espiritual a la tierra
sagrada de la Guajira:
Cuando vengas a
nuestra tierra
descansaras bajo
la sombra del respeto
Cuando vengas a
nuestra tierra
escucharas nuestra
voz en los sonidos del anciano monte
Si llegas a
nuestra tierra
con tu vida
desnuda seremos un poco más felices
y buscaremos agua,
para esta sed de
vida,
interminable.
Pasamos como
fantasmas por el famoso cruce llamado Cuatro
esquinas, intersección para ir a
Maicao, Riohacha o Uribia. Es el único lugar donde hay personas a las 4 de la
mañana, ya que es un punto de paso a la frontera con Venezuela, lugar de
contrabando de gasolina y claro, negocios ilegales.
Más adelante el
sueño nos vence otra vez. Ya van a ser las 5 de la mañana y decidimos parar al
borde de la carretera a dormir. Alejandro y Andrés deciden continuar. Nos
rodeaba el terreno desértico, cactus y plantas espinosas. Escuchábamos entre sueños
algunos carros o motos que antes de pasar, bajaban la velocidad a nuestro paso,
para arrancar estruendosamente como espantando la penumbra del miedo. Media
hora después, suena la alarma y enfilamos la ruta para acercarnos al último
amanecer del año. El desierto, el cielo azul, el viento, fueron nuestros
compañeros durante el amanecer. Por fin, sobre las 9 de la mañana, llegamos a
la capital indígena de Colombia: Uribia. Desayunamos y luego en la plazoleta
central, buscamos una tarima a la que subimos las bicicletas y dormimos todo el
medio día, escondiéndonos del inclemente sol. Llega la tarde, almorzamos y
alistamos las provisiones para llegar al cabo de la Vela.
ANGÉLICA: Como
así, ¿luego no íbamos a ir hasta Punta Gallinas?
FRANKLIN: Para
llegar hasta allí antes que acabe el año, necesitamos un día más y cargar todas
las provisiones al hombro. Ya no alcanzamos.
El terraplén nos
espera. Los últimos 66 kilómetros del año. Nada como celebrar con algunos vinos
en la cabeza y luego de 20 kilómetros de ruta, decidimos tomar una trochita que acorta camino, al
desviarnos de la carretera principal para tomar un sendero indígena que nos
llevaría al mar.
– ¡Vagamundos!
¡Hay luna llena, atención!, es el momento de usar la luz del entendimiento.
Todos apagan sus
luces y nos dejamos guiar por la luna, nuestro instinto y nuestra respiración.
Se siente el viento marino y se alucina con el sonido del mar que está a menos
de 5 kilómetros. Escuchamos algunos perros, vemos las primeras rancherías, y
algunas fogatas a lo lejos. Pisamos Territorio ancestral de los indígenas
Wayuu, los verdaderos dueños de esta tierra. Apagar las luces fue buena idea
para pasar desapercibidos.
A lo lejos, por
fin, se ilumina el camino. Vemos el inmenso mar frente a nosotros, la arena
color luna nos sumerge en un ameno trance, nos bajamos de las bicicletas y nos
dedicamos a contemplar lo infinitamente grande y bella que es esta tierra, y
nos damos cuenta de que todo cobra sentido. Hacer este viaje vale la pena para
contemplar esto; llegar hasta allí, en la noche, con las siluetas del desierto,
perdidos en algún punto del gran mapa de Colombia tiene todo el sentido.
Alegres, vemos a lo lejos el faro del Cabo de la Vela que nos llama, para
darnos el último aliento. Comemos nuestras últimas provisiones, y tomamos las
bicicletas para llegar hasta el Cabo, con el sonido de las olas a nuestra
izquierda y el desierto tibio, los cactus y las rancherías por doquier. Algunos
perros aúllan, algunos niños se percatan de nuestro paso y corren al encuentro,
algunas risas y caídas al frenarse las ruedas en la arena; cielo y estrellas
nos llevan hasta las 10 de la noche cuando por fin vemos las luces del pueblo
del Cabo dela Vela, donde, en unas suaves hamacas, esperaremos el inicio del
nuevo año.
Espera la última
entrega de esta aventura la próxima semana…
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